jueves, 18 de junio de 2015

Tierra firme

Luego de algunos días viviendo en alta mar, volvimos a tierra firme. Maravillados y profundamente agradecidos con la vida del mundo bajo el agua, volvimos a pisar quietud, después de unos bellísimos y ondulantes días de convivir en un bote con unas 20 personas.
Estábamos en Gili Air cuando Firman, dueño del home stay donde nos quedábamos, nos ofreció un “tour” a Komodo. La verdad es que no somos fans de apretujarnos con turistas y depender de lo que “hay que ver y visitar”. Preferimos siempre hacer nuestro camino, ir tomando sugerencias, recomendaciones y datos que vamos leyendo y encontrando… Y hasta andar por lugares desconocidos, que no hayamos escuchado nombrar. Pero dado que Firman, con su enorme sonrisa (superlativa en un cuerpo tan pequeñito), nos lo suuuper recomendó, y considerando que unos amigos argentinos nos habían advertido que en las islas de Flores y Komodo no había más alternativas que tomar tours, aceptamos. 

Lui con Firman e Ida 

Creo que ya había comentado que Indonesia está conformada por 17.000 islas. Sí, 17 mil. Literalísimamente. Obviamente muchas de ellas no están habitadas, y sospechamos que ni siquiera exploradas. Ya habiendo estado en Bali y en Lombok (las Gilis son parte de Lombok, luego les contaremos de esa parte del viaje), queríamos conocer Komodo y Flores, que nos habían hablado taaan bien de ellas.
Así fue como nos embarcamos el sábado 13. 7:30 am, post lombok cofi y banana pancake, nos tomamos el taxi que nos llevaría de Kuta Lombok, al sur, a Bangsal, el puerto que está al norte de la isla. Casi tres horas demoramos en llegar. Así son las distancias y los tiempos acá. El taxi que nos llevaba también llevaba a una mujer y una bebita al aeropuerto, a otra chica a la estación de bus, a otra a un hotel… y así hasta que arribamos al bar donde nos juntábamos con los otros integrantes del barquito. Realmente no estábamos muy enterados de cómo sería el bote. Sólo sabíamos que había opción de dormir en camarotes privados o en el deck compartido. Claramente optamos por la más barata, mats en el deck. Mientras esperábamos charlamos con algunos locales, como siempre. Ellos simpatiquísimos, sonrientes, amables como pocos seres hemos conocido y, claro, algunos oportunistas. Carnada fácil, nos ofrecieron un vino de arroz. Que en el barco hace frío, que este vino lo hace mi tía, que es un litro, blablablá. Compramos. Llegó el vino en una botella de agua mineral. Apenas lo olimos. Bien, prometía sabor. Y lo cumplió.

Llegamos al muelle buscando el barco. Bueno, el bote. Uno imagina escalones, una rampita, alguna forma de acceder a bordo. Pues no. Pararse en el borde del muelle y saltar cuando el viento acerque lo suficiente el barquito. De entrada, todos riéndonos, entre sorprendidos y no tanto. Ya nos vamos acostumbrando al indonesian style. Y nos encontramos con el que sería nuestro hogar por los próximos cuatro días. Un espacio libre en cubierta, banco a cada costado, y una escalerita de cuatro pasos para llegar al deck donde nos encontramos con 16 mats en el piso, cada uno con su almohadita y su manta. Pata cabeza, sin espacio entre los colchones, bienvenidos a la vida en comunidad sobre el mar.

Nótese arribita el "cuarto" compartido

El primer día solamente navegamos. Y comimos, claro. Arroz con vegetales y fideos, algo así como el mie goreng que ofrecen en todos los “warung” acá. La comida de todos los días fue básicamente arroz y verduras, pero con una creatividad tal que comimos siempre algo distinto. ¡Y muy rico!Nos habían advertido que ninguno de los de la tripulación hablaría inglés hasta la mañana siguiente, que un nuevo integrante se sumara. Así que si necesitas algo, señas, mímica y que sea lo que sea.


Obviamente el bote tenía un baño. Uno. Que constaba solamente de un inodoro. Un balde con agua de mar y su cacharro para “tirar la cadena”. Debo admitir que durante los cuatro días se mantuvo bastante limpio y en condiciones. Claro que de ducha ni hablar. Y claro que a uds les parecerá evidente, pero por algún extraño motivo, tuve la delirante idea de que tal vez habría alguna ducha en alguna parte, algo de agua dulce. Mas no. De hecho, té y café salían saladitos también.
La primera noche se nos hizo difícil dormir. A casi todos, menos a Lui que roncaba como un campeón, mientras los demás nos íbamos levantando por el movimiento por momentos incontrolable. Toda la noche navegamos. Yo dormía pegada a una ventana, así que cada tanto me asomaba y planeaba la forma de salir con vida (y con Lui, claro) en caso de que nos diéramos vuelta. Y mirando por esa misma ventana me encontré con un manto de estrellas, con una noche ventosa y un cielo sin luna pero tan despejado…

Los dos días que siguieron fueron de mucho snorkeling. Vimos peces y corales de todo tipo y color. Estrellas de mar, anémonas, peces mínimos y otros bastante grandecitos. Los solitarios, los que van de a dos, los que andan en cardumen de acá para allá. Hay tanta vida bajo la superficie del mar…  Todo un universo paralelo, siguiendo sus propios ritmos, su oleaje, sus temperaturas diversas, su movimiento inalterable y constante.
Paramos en las islas Moyo, Satonda y Laba. Caminamos a las cascadas de la primera; en Satonda todos fueron a ver una laguna pero nosotros nos quedamos flotando y observando la vida acuática; y también hicimos un pequeño trekking en Laba, a las 7 de la mañana, después de ver el amanecer tomando un “kopi”. El punto máximo fue cuando en medio del mar, ante la inmensidad azul, Antonio (el único de los guías que hablaba inglés) se paró en la proa del bote y nos avisó que estábamos pasando por el “manta point”, lo cual podía significar que viéramos alguna manta. Obviamente, y esto lo aclaran ellos todo el tiempo, se trata de vida silvestre y salvaje, con lo cual nada está asegurado, y el hecho de que en esa zona suela haber mantas no garantizaba que fuéramos a encontrarnos con alguna, pero de todas maneras, apenas Antonio nos dijo que estábamos en el área, cada uno agarró su máscara de snorkel y nos preparamos para saltar. El bote en movimiento, lento pero andando, vimos pasar una leeeejos, que siguió de largo. Y de pronto “¡Manta manta, jump, jump!”. Antonio arengando para que nos tiráramos del bote. Y así lo hicimos. Uno a uno fuimos cayendo al agua. Increíble la manta. Increíble su tamaño, su color, su forma de moverse… Increíble cómo de pronto levantó su cabeza y nos miró. Habrá sido porque percibió nuestra presencia, y no sabemos si le habrá molestado o no, pero nos miró y abrió la boca. Miedo. Por un segundo todos (lo compartimos luego, ya de vuelta en el bote) tuvimos un poquitín de miedo. Porque de verdad nos miró y subió un poco, ella que iba al ras del suelo. Se mueven con una velocidad increíble. Pero la seguimos, y fueron pasando otras más por el lugar. Realmente es indescriptible lo bello y enigmático que fue ese encuentro, ese momentito de contacto, y de observar a estos seres enormes, preciosos, entre negros y tornasolados, como de terciopelo. Fascinante… La belleza, el respeto, el miedo y la admiración por la naturaleza conviviendo por un instante. Definitivamente una experiencia alucinante.
Esa tarde fuimos a una playa de arena rosa. Y aunque no resultó tan rosa como esperábamos, sí vimos algo de su brillo rosado, y aprovechamos para pasar un par de horas sobre la arena, en tierra firme. Y claro, hicimos snorkeling también. Precioso.

Groso fotógrafo el guía. Parece de piedra pero es muuuy real

El último día nos levantamos a las 6 para llegar tempranito al parque nacional de Komodo. El Parque, que fue creado en 1980 para conservar la especie de los dragones de Komodo, y en 2011 fue declarado como una de las siete maravillas naturales del mundo, está compuesto por las islas de Komodo, Rinca y Padar. Nosotros visitamos las dos primeras. De verdad es muy lindo visitar el Parque porque está en estado natural natural. No es un zoológico, no hay nada adaptado a los seres humanos, sino al contrario, allí somos nosotros los que nos adaptamos a los habitantes del lugar. Y es realmente bellísimo. Nuevamente nos habían advertido que no podían asegurarnos que los veríamos, y de hecho supimos que en los últimos tres días ninguno de los grupos de visitantes había tenido la suerte de cruzarse con alguno de los dragones. Bendecidos como con las mantas, nos encontramos con seis de ellos durante el trekking. El primero que vimos tenía una panza impresionante. Nos explicaron que seguramente habría comido el día anterior, y también nos contaron cómo es que estos reptiles se hacen de alimento. Resulta que los dragones de Komodo (que pueden llegar a medir más de 3 metros y pesar cerca de 100 kilos) tienen una mordida venenosa. Ellos encuentran una presa y la atacan, pero no la comen ni despedazan en el momento, simplemente la muerden y se van. Con esa mordida, dejan en la herida su saliva, que tiene alrededor de 60 bacterias, lo cual hace que la herida se infecte y no cure ni cicatrice, y como consecuencia el animal atacado muere en un plazo de tres días. Momento en el cual el dragón, siguiendo su olfato, encuentra a su presa y la devora. Estos dragones pueden comer hasta un 80% del peso de su cuerpo. Y comen una vez por mes, aproximadamente. Mientras nos cuentan todo esto, observamos cautelosos al dragón que avanza lento, pesado, y para cada tanto a descansar, apoyando su barriga sobre la tierra. Cuando seguimos camino nos encontramos con un dragón chiquito, de unos tres años, según calcula el guía. Todos paramos a verlo andar, entre comentarios de ternura y de pena, porque sabemos que los pequeñines muchas veces están en peligro, ya que los dragones suelen comerse entre ellos. Es por eso que los bebés al nacer suben a un árbol, hace un hueco y apenas se asoman para buscar algo de comer. Allí se quedan hasta cumplir los tres años aproximadamente, edad en que bajan definitivamente y empiezan a reptar por la tierra como sus mayores. Mientras miramos al chiquitito, que se mueve bastante rápido, escuchamos de pronto a uno de los guías advirtiéndonos que nos movamos porque viene a nuestras espaldas una dragona a toda velocidad. Y entonces nos cuentan también que las hembras son mucho más agresivas y peligrosas que los machos. A todo esto, los cuatro guías que nos acompañan llevan en sus manos unos palos largos que en la punta se bifurcan. Con eso alejan a los dragones por el cuello, en caso de que alguno quiera atacar.  En la isla de Rinca vimos algunos dragones también, pero fue más atractiva la diversidad que otra cosa: monos, ciervos, chanchos y hasta un búfalo conviviendo con estos dragones que vaya a saber uno cuándo atacan para comer.

Maravillosa naturaleza, sabia, escalofriante y divina. Las sensaciones se acumulan, se entremezclan, se tropiezan. Y nos sentimos bendecidos e infinitamente agradecidos por tanto. Por este viaje, por estos cuatro días de encuentro íntimo y profundo con la naturaleza, que se nos muestra, que nos invita, y que nos marca sus límites. Fascinante y más que recomendable experiencia. Imperdible paso para quienes anden por aquí en algún momento. 

viernes, 5 de junio de 2015

(casi) todo lo que Bingin es

Bingin es 
sol, 
arena, 
mar, 
descanso,
disfrute,
mar,
comidas ricas,
jugos de frutas, 
mar, 
pies descalzos, 
baño compartido, 
mar, 
surf, 
fotos, 
mar, 
paraíso,
mosquitero que envuelve la cama, 
mar, 
limonadas, 
galletas de avena y miel, 
mar, 
lectura, 
meditación, 
mar, 
risas, 
compartir, 
mar, 
fuego en la playa, 
arak con coca, 
mar, 
amigo español, 
amiga chilena, 
mar, 
flores amarillas, 
ofrendas a los dioses, 
mar, 
bali cofi, 
gatos rondando, 
mar, 
sonrisas, 
agua para el mate, 
mar, 
corales, 
piedras, 
mar, 
escaleras, 
perros andantes, 
mar, 
tea tree para las heridas, 
lluvia copiosa, 
ojos achinados, 
mar...