Retomar la escritura más de un mes después... Qué relativo es el tiempo. Un mes son sólo 30
días, 31 a lo sumo. Son 4 semanas, 20 días laborales, ocho libres de fin de
semana. Pero en esta vida trotamundos,
un mes puede parecer casi una vida. Un mes de recorrido, cambios de país,
aviones, bienvenidas y despedidas. Así que voy a remontarme un poquito en el
tiempo, a unas semanas atrás cuando, habiendo dejado Indonesia (justo a tiempo
para no quedar atrapados por el volcán) aterrizamos en Turquía.
Llegamos a Estambul después de mil horas de viaje. Dos
escalas en el medio (una de ellas en El Cairo y de 9 horas), tiempo devorado
por el aire y las diferencias horarias...
Llegamos en la hora pico de la tarde, así que tardamos más de una hora en ir del aeropuerto al hotel. Recordando el tráfico de Sao Paulo e intentando charlarle al taxista, empezamos a descubrir esta ciudad caótica, lindísima, repleta de mezquitas, europea pero con su porción de Asia en evidencia.
Llegamos en la hora pico de la tarde, así que tardamos más de una hora en ir del aeropuerto al hotel. Recordando el tráfico de Sao Paulo e intentando charlarle al taxista, empezamos a descubrir esta ciudad caótica, lindísima, repleta de mezquitas, europea pero con su porción de Asia en evidencia.
Istanbul es la tierra del té, o sea mi paraíso. Nos la pasamos probando tés, saboreando Turquía a cada paso. En las calles de Istanbul está repleto de mesitas enanas donde cualquiera puede sentarse a tomar chai, o sea té. Y no me refiero a los barcitos con mesas afuera, sino literalmente a mesitas en la vereda. Miles de mesitas con su copón de terrones de azúcar en el centro. Y en una de esas conocimos a Resh (así sonaba, pero creemos que su nombre es Greg). Era domingo a la noche y habíamos comido unos choclos en los carritos de Sultanahmed. La noche estaba divina, algo fresquita, así que decidimos tomar un té antes de volver al hotel. En la esquina del Gran Baazar hay toda una parte de la vereda copada con mesitas y bancos. Ahí nos sentamos, y ahí nos encontramos con Greg, turco, de 84 años. Él no hablaba inglés y nosotros no hablamos turco, claro está. Pero entre señas y dibujos en el aire, de a poquito, entre sorbos de té empezamos a entendernos. Fueron fluctuando la concentración y la risa, las interpretaciones, y el placer de dialogar con el cuerpo. Con las manos, con los ojos, con las bocas y las expresiones más efusivas. Greg nos contó de su mujer y de sus hijos, nos preguntó por los nuestros, nos contó de su infancia y de sus costumbres. O al menos eso entendimos entre chai y chai, intentando compartir la vida desde el lenguaje sin lengua, abriendo ojos y corazón para entendernos.
Los días en Istanbul fueron literalmente exquisitos. Los
manjares turcos son superiores. Y la ciudad en sí misma es maravillosa. Con la
prolijidad y el funcionamiento de Europa pero envuelta en un manto asiático que
hace la combinación perfecta. Para nosotros esa fue la transición. De Asia, dos
meses en Indonesia viviendo la naturaleza, a Europa. Cambio chocante, pero
necesario, según marca nuestro camino. Y para eso la mezcla de Turquía resultó
ideal.
Visitamos Capadocia y también Éfeso. Volamos en globo desde
Goreme (aprendimos que Capadocia es la región y no un lugar en concreto) y
vimos desde el aire la salida del sol.
Volar en globo fue alucinante. Entrar en esa canasta gigante,
oír la llama y sentir el calor del fuego llenando el globo de aire caliente… Y
sentir que los pies se despegan de la tierra, que ya no hay suelo debajo, no
hay nada. Subir y subir, un metro por segundo. Hasta ver la Capadocia desde
arriba. Cada roca, cada cueva, las rutas, los recovecos. Y los otros globos
también alzándose en el aire. Todo acompañado de un silencio infinito. El
silencio de la inmensidad, de cada unx de nostrxs disfrutando ese instante,
maravillados, sorprendidos, entregados a la altura, a volar sin encierro. Y
respirar a 600 metros del suelo. Más y más globos levantándose, el cielo
clareando, el sonido del fuego. Vimos amanecer desde el aire, mientras Hazim,
el piloto, nos hacía chistes y nos mostraba los distintos valles de
Capadocia. Amamos volar en globo. Tanto
que al día siguiente nos levantamos a las 4 de la mañana para ir a verlos
despegar.
Goreme es una belleza. Toda piedra, toda naturaleza. Los
hoteles están construidos dentro de la piedra misma, todo cuevas. Alquilamos
una moto y salimos a recorrer los alrededores. El museo al aire libre, caminata
por el Red y el Rose Valley, humus,
falafel y disfrutar.
A Éfeso viajamos en bus (igual que llegamos de Istanbul a
Goreme e igual que volvimos de Éfeso a Istanbul) toda la noche. Pasamos el día
entero recorriéndola y esa misma noche salimos para Estambul.
En Éfeso está la casa de la Virgen María. Movidos más por la
intriga y el interés histórico que otra cosa, fue lo primer que visitamos al
llegar. Y resultó una experiencia profundamente movilizante. Será por la
espiritualidad que se respira, será por la presencia de la Virgen, será por la
fe de tantas personas que pasan por allí, o será por todo eso junto… pero
realmente despertó nuestros corazones y nuestra emoción.
Caminar por Éfeso, aunque fuera al rayo del sol y con mil grados, fue
maravilloso. Las ruinas, la escritura grabada en las piedras, la historia viva
y reviviendo en cada espacio. La narración de las murallas y las columnas
caídas, lo que cada rincón cuenta. Alucinante.