Llegamos
a Bingin por recomendación de Mat, amigo de Lui que pasó dos meses en
Indonesia haciendo base en este lugar, a un hostel en la playa recomendado por
Joaco, amigo argentino residente en Sydney que conocimos a través de Guada y
Tom, que a su vez los conocimos por medio de Anita y por Mechi, amiga y ex
alumna de la mamá de Lui. En fin, el mundo de las relaciones y sus relaciones…
La
cuestión es que llegamos a Bingin el miércoles 20. El taxista no estaba muy
enterado de dónde quedaba este lugar, pero de alguna forma llegamos, ya que
sabíamos que era “near Uluwatu”. Bajamos en el public parking y empezamos a preguntar por Swamis, nuestro hostel. Entre indicaciones varias, con el sol
pegando fuerte y las mochilas pesando otro tanto, bajamos los 174 escalones
(sí, los contamos) que nos condujeron a destino. Equivalente a la fiaca que
suscita en primer lugar la escalera eterna, es lo maravilloso de que no llegue
la ruta hasta acá. Bingin es un paraíso. La playa es chiquita, llena de
corales, y preciosa. El mar turquesa, bah… azul, celeste, turquesa, verde… toda
una gama desplegada entre sus olas.
¿Quiénes
habitan Bingin? Básicamente surfers. Algunos locales, y otros muchos
extranjeros que vienen a disfrutar de la perfección de estas olas. Porque de
verdad son per-fec-tas. Rompen simétricas, ideales para quien sabe hacer uso de
esos tubos de agua cristalina.
La
marea sube y baja cíclicamente según las horas del día. Cuatro o cinco barcitos
son las opciones para desayunar y almorzar, y la cena es a la luz de las velas
a la orilla del mar, y temprano. Pesca del día, arroz y verduras. Cerveza
Bintang helada siempre como opción, y jugos de fruta fresquísimos.
Vivimos
descalzos, más que un año en ojotas, este capítulo se llama un año en patas.
Vivimos en pies enarenados. En contacto con el suelo, con la tierra, con el
agua… Sin maquillaje, sin planchita, sin abrigos ni máscaras de ningún tipo. El
mar se volvió el silencio que no es silencio. Escuchamos de fondo el sonido constante
de las olas yendo y viniendo. Todo el tiempo. Desde el cuarto, desde la
terraza, desde el baño. Mientras comemos, mientras dormimos, mientras
charlamos, mientras leemos. El mar está ahí. Insilenciable y absolutamente
presente. A veces ruge con fuerza, y otras se aparta un momento, como dejando
la danza en pausa, para luego retomar el vaivén inagotable de su ritmo.
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