jueves, 28 de mayo de 2015

Bingin, o una forma del paraíso

Llegamos a Bingin por recomendación de Mat, amigo de Lui que pasó dos meses en Indonesia haciendo base en este lugar, a un hostel en la playa recomendado por Joaco, amigo argentino residente en Sydney que conocimos a través de Guada y Tom, que a su vez los conocimos por medio de Anita y por Mechi, amiga y ex alumna de la mamá de Lui. En fin, el mundo de las relaciones y sus relaciones…
La cuestión es que llegamos a Bingin el miércoles 20. El taxista no estaba muy enterado de dónde quedaba este lugar, pero de alguna forma llegamos, ya que sabíamos que era “near Uluwatu”. Bajamos en el public parking y empezamos a preguntar por Swamis, nuestro hostel. Entre indicaciones varias, con el sol pegando fuerte y las mochilas pesando otro tanto, bajamos los 174 escalones (sí, los contamos) que nos condujeron a destino. Equivalente a la fiaca que suscita en primer lugar la escalera eterna, es lo maravilloso de que no llegue la ruta hasta acá. Bingin es un paraíso. La playa es chiquita, llena de corales, y preciosa. El mar turquesa, bah… azul, celeste, turquesa, verde… toda una gama desplegada entre sus olas.

¿Quiénes habitan Bingin? Básicamente surfers. Algunos locales, y otros muchos extranjeros que vienen a disfrutar de la perfección de estas olas. Porque de verdad son per-fec-tas. Rompen simétricas, ideales para quien sabe hacer uso de esos tubos de agua cristalina.
La marea sube y baja cíclicamente según las horas del día. Cuatro o cinco barcitos son las opciones para desayunar y almorzar, y la cena es a la luz de las velas a la orilla del mar, y temprano. Pesca del día, arroz y verduras. Cerveza Bintang helada siempre como opción, y jugos de fruta fresquísimos.

Vivimos descalzos, más que un año en ojotas, este capítulo se llama un año en patas. Vivimos en pies enarenados. En contacto con el suelo, con la tierra, con el agua… Sin maquillaje, sin planchita, sin abrigos ni máscaras de ningún tipo. El mar se volvió el silencio que no es silencio. Escuchamos de fondo el sonido constante de las olas yendo y viniendo. Todo el tiempo. Desde el cuarto, desde la terraza, desde el baño. Mientras comemos, mientras dormimos, mientras charlamos, mientras leemos. El mar está ahí. Insilenciable y absolutamente presente. A veces ruge con fuerza, y otras se aparta un momento, como dejando la danza en pausa, para luego retomar el vaivén inagotable de su ritmo.  


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